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Juzgar portadas

No, claro que no hay que juzgar un libro por su portada ni a una persona, digamos, por qué tan correctamente lustrados lleve los zapatos. Sería puro prejuicio y los prejuicios, aunque no pocas veces se nos confirman, están pésimamente mal. Tan mal como no despegarse del teléfono durante las comidas o como robar a las bibliotecas públicas o como todo en Donald Trump.
Otra cosa es juzgar la portada de un libro por sus propios méritos (ya habrá tiempo para ocuparse del lustre de los zapatos).
Existen libros con portadas tan satisfactorias que uno podría colgarlos de la pared como si fueran un póster o enviarlos por correo como una postal.
Se me vienen a la cabeza algunas portadas sencillas y hermosas que jamás me cansaría de mirar como la de Pnin de Navokov o la de Malva de editorial Quimantú. También los sofisticados diseños de Daniel Gil para Alianza Editorial.
Pienso que tratándose de obras prestigiosas no hay mucho quebradero de cabeza: la portada simplemente puede estar o no estar a la altura. Es más conflictivo el caso de obras menores, desconocidas o derechamente horribles. En mi opinión, con ellas es posible desentenderse del aspecto literario con una gran encogida de hombros y centrarse en lo superficial.
Para ser sincero, lo que busco es justificar un poco mi afición a llevar libros del cajón de las ofertas sólo porque tienen buena pinta, como hace unos días con El turco Abdala y otras historias de Eduardo Labarca, cuya portada... bueno, dicen que una imagen vale más que mil palabras así que no estaría demás pinchar el enlace.
El caso es que, investigando a vuelo de pájaro, me percaté de que su fama como escritor se debía en buena medida a la polémica suscitada precisamente por una portada suya: la del libro El enigma de los módulos, donde figura el propio autor ¡meando sobre la tumba del mismísimo Borges!
Según la información que pude recopilar en Internet, el hecho fue universalmente repudiado en su momento -ya sabemos como se ponen los usuarios de la red cuando se trata de condenar atentados contra la moral y las buenas costumbres-. En fin, cabe acotar que sobre Labarca y su polémica meada abrigo sentimientos encontrados, claro que aún no he podido determinar en qué punto se encuentran pues me resulta en extremo difícil conciliar una sana simpatía por el vandalismo con cierta noción del pudor medio pasada de moda.
Juicios aparte, lo que me parece inaudito es la benevolencia de los abogados de María Kodama: por menos -intercalar algunas docenas de palabras en el Aleph, citando un caso reciente- no han ahorrado toda clase de querellas y quilombos judiciales al ofensor.

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