Saturday

Notas sobre vino

No se si se trate de un hecho público y evidente o de la típica falacia colectiva, pero de un tiempo a esta parte noto un amplio consenso en que Chile estaría entre las repúblicas más alcohólicas del planeta. Una cosa como la irlandesa, pero centrada en el vino. Ultimamente se han dejado sentir numerosos comentarios a un reportaje del Times de Londres según el cual Chile sería el país ideal para el alcoholismo puesto a que los médicos nacionales no ven inconveniente si no beneficio en beber cuatro copas de vino diarias. No es mal número y seguramente, especulo, tampoco existe inconveniente en acumular centímetros cúbicos para beber en proporción geométrica el fin de semana. En fin, dejemos los grandes temas al periodismo británico y al orgullo patrio y concentrémonos en lo íntimo, lo doméstico y lo accesorio del beber vino. En el descorchado, por ejemplo. Hagamos a un lado el célebre método del zapato, del que ya se ha hablado en éste blog hasta la saciedad. Ahora bien, sobre el particular, creo, existen dos asuntos principales. El primero de ellos es la acusada tendencia de los descorchadores a sugerir otras cosas.Ilustremos el asunto para mejor comprensión:
Lámina uno.

Quien se niegue a reconocer que el sacacorchos de dos tiempos asemeja una suerte de crustáceo mecánico -un langostino para ser precisos- no tiene imaginación o carece de bagaje gastronómico. Si ve una especie de ave suma medio tanto. 
Lámina dos. 
Más obvio, el sacacorchos de alas sugiere un androide al que aún no se le ensamblan  las piernas u orugas de tracción y que, puestos a hacerlo mover los brazos, evoca la gimnasia aeróbica, aquella disciplina caída en desuso a comienzos de siglo ante la feroz arremetida del yoga y la zumba. 
Por motivos de economía digital no se ilustrará al clásico descorchador de punzón en forma de T que parece y es un arma potencialmente homicida.
El segundo asunto relativo al descorcharmiento es, si se quiere, una insignificante sutileza. Entiendo que una vez destapada la botella existen bebedores moderados que deciden volver a cerrarla con miras a almacenar el restante vino para la posteridad. En el mercado se consiguen una suerte de tapones, en general metálicos, coquetos, horribles y vagamente cónicos, diseñados al efecto. Ni siquiera vislumbro la posibilidad aceptar que se me regale uno. De hecho pagaría por no tener tamaño despropósito entre mis enseres domésticos pues volver a tapar el vino con su propio corcho me parece por completo encantador: darle la vuelta, presionarlo por el cuello verde de la botella y que quede el segmento que estuvo dentro hacia afuera, impregnado de tintes y aromas etílicos. 

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El arte conceptual

¿Te estas haciendo viejo y aún no encuentras la primera frase para aquella novela tan clásica como revolucionaria en la que vienes pensado desde los dieciséis años? ¿El último cuadro que pintaste permanece inacabado y junta polvo hace ya cuatro temporadas en el desván? ¿Admiras al personaje del poeta que interpreta Steve Buscemi en en El Gran pez, ese que trabajaba en una obra inmortal que situaría al pueblo de Spectre en lo más alto de las letras norteamericanas junto a Spoon River, Winesburg, Ohio, Jefferson, condado de Yokapatawpha, Misisipi, y que se había tomado algo así como décadas para componer los versos "Las rosas son rojas / las violetas son azules / amo a Spectre"? ¿Eres de la idea de que la productividad artística es un alarde innecesario y una estupidez del tamaño de una maratón? ¿Preferirías no hacerlo? ¿Te da lata? ¿Aún no consigues dar con la máquina de escribir adecuada y no puedes sufrir el brillo azulado de la pantalla del computador?
No desesperes. No te canses trabajando; mejor dedícate al arte conceptual. Después de todo, ¿no es acaso conceptual todo el arte que merece la pena?
La receta es seguir al pié de la letra el postulado de Pedro Mairal, argentino y autor de notables poquedades según quien: "Lo bueno del arte conceptual es que basta con imaginarlo. No hace falta hacerlo".

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