Tuesday

Smoky en Santiago


Con ocasión del fin de año lectivo, mi hermano Smoky anduvo de visita por acá e intentamos perder el tiempo juntos como en mis mejores años de vagancia.  Entre mates, cervezas y cigarrillos, nos despachamos la mayor parte de esas famosas ocho horas diarias de las que uno, oscuro funcionario público, dispone para ir al cine, emborracharse o simplemente echar un polvo. Y así nos pasamos semanas, charlando sin apuro, sobre cualquier cosa, sobre geopolítica, la Premier League o asuntos estrictamente familiares, en definitiva, desplegando nuestras respectivas visiones de mundo por las que desde niños hemos sentido mutua simpatía.
Una tarde nos embarcamos en la cruenta labor de ponerle un collar con placa al gato Joaquín, para quién tal tipo de intromisiones representan un agravio imperdonable y, desde luego, merecedor del filo de sus garras.
-Excelente placa -comentó Smoky, que resultó considerablemente arañado tras la operación.
-Tiene grabados su nombre y teléfono. Por si vuelve a las andadas -acoté.
-¿Donde las graban? -preguntó.
-En la calle. Glenda descubrió a unos jipis que lo hacen por un  precio razonable -respondí.
-¡Ah! Veo que pudo encontrarles una utilidad -observó y se puso a reír por lo bajo con su característico temblor de hombros.
Se le extrañará.      

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Sunday

Despedidas que no lo son

Hará dos semanas organizamos una preciosa fiesta de despedida para un viajero que partía al extranjero. Bueno, en estricto rigor, se la organizó el mismo en tanto que nosotros nos limitamos a facilitar los salones de nuestra morada y a decir un par de sentidas palabras llegado el momento. Eso y vaciar incontables ceniceros y recoger una media docena de copas rotas. El caso es que, lejos de partir del país, me he enterado de que el viajero en cuestión ahora planea asentase definitivamente en ésta ciudad. Es cosa suya por supuesto, pero su extravagante conducta me ha hecho a pensar en las despedidas que no lo son. Recordé que en Francia estuvo muy de moda en una época despedirse "sans adieu", es decir, largarse de las reuniones sin despedirse en lo más mínimo. Tal hábito pasó a la historia y hoy se conoce en toda Europa como "despedirse a la francesa". En toda Europa menos en la propia Francia donde la expresión equivalente es "despedirse a la inglesa". A la inglesa o a la francesa, lo cierto es que las despedidas sin adiós ni hasta luego tienen sus conveniencias y defensores también en Sudamérica. Para el bueno de Chris Pinto la despedida a la que llamaba "Harry Houdini" tenía la ventaja de ahorrarle las majaderías de sus amigos del bar y el peligroso canto de sirenas de la última copa. Por motivos diferentes mi camarada Araña se muestra partidario de ahuecar el ala sin mayor trámite, por lo menos entre personas del Sur, pues, como él dice, "siempre nos volvemos a encontrar bajo el mismo jodido cielo gris". En una línea similar, Ricardo Piglia escribe en su última obra, Los diarios de Emilio Renzi: "(...) Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, no al que se deja de ver." En lo que a mi respecta, y tras meditarlo detenidamente, he podido concluir que no tengo una posición clara sobre el particular.

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