Saturday

Jody



Decidido, me encaminé a la farmacia con el inquebrantable propósito de invitar a salir a la joven dependiente, en cuya singular belleza ratonil encontraba un aire a Rosanna Arquette en Pulp Fiction.

El establecimiento se encontraba repleto de hipocondríacos hiporománticos.

Tras esperar mi turno una pequeña eternidad ensayando mentalmente el espléndido discurso que llevaba preparado, me acerqué al mostrador donde permanecí sonriendo como idiota a la espera de que la guapa e indignada Jody dejara de luchar con la estúpida caja registradora (al parecer causante que se le hubiese roto una uña) y tuviese a bien atenderme. Levantó la cabeza de pronto y me fulminó con un seco "¡¿Qué quiere?!". Solo atiné a musitar " Seconal, por...favor... ...ah si, si, claro, también ... cafiaspirinas". Me quedó mirando con desdén e inquirió usando una sardónica voz de operadora de call center, "quiere llevar preservativos o vitamina ce en oferta"."Si... es decir no..., gracias", respondí batiéndome en franca retirada.

Al salir, avergonzado por la gran pusilanimidad exhibida, como pobre consuelo parafraseé a media voz a un personaje de La Especulación Inmobiliaria de Italo Calvino: "no era el momento psicológicamente adecuado, se ha visto enseguida".

Friday

La Moneda


Siempre, aproximadamente toda la vida, he tenido el firme propósito de hallar una moneda perdida.


Nada de escudriñar céspedes a la caza de tréboles de cuatro hojas, nada de revolver los basureros de la cuidad tras un trapito rojo como los personajes de Rayuela, lo mío era caminar con la vista clavada en las veredas asechando calderillas, pero nunca conseguí más que desengaños, colisiones y, con el tiempo, bastante erudición en materia de zapatos. Al borde de la desesperanza, intenté conjurar mi mala suerte tomándome a apecho aquello tan tópico de "si quieres encontrar, debes dejar de buscar" y me puse a deambular por la vía pública con premeditada distracción, silbando con la barbilla muy en alto. Demás está decir que dicha actitud solo me acarreó más accidentes peatonales, desengaños y alguna comprensión del comportamiento de las palomas.


Así había transcurrido sin fortuna mi vida hasta esta mañana: ponía todo de mi parte en no resbalar, pues había caído la helada, cuando, recortada contra el blanco sucio de la nieve la vi: dinero gratis y casual, un inconcebible resplandor en mis mejillas, mis pupilas y hasta mis orejas. Me agaché, incrédulo, a recoger aquella monda de quinientos pesos, el metálico de más alta denominación de éste país. Creo que fui completamente feliz.





Pero las angustias no tardaron en llegar. En un principio estuve a punto de guardarla en el monedero, pero me percaté alarmado de que si lo hacía, La Moneda se confundiría con otras dos intrascendentes congéneres suyas ganadas con esfuerzo. Decidí entonces colocarla en el bolsillo de la chaqueta, pero al cabo de unos segundos cambié de parecer, trasladándola al bolsillo trasero del pantalón, porque sabido es que las cosas suelen perderse de los bolsillos de las chaquetas debido al constante trajín de manos que salen y se hunden en ellos, sobre todo si el termómetro marca menos cinco y uno necesita encender cigarrillos.


Avanzaba la soleada mañana polar cuando caí en cuenta de que vivía en un mundo perfecto para beber un café portátil. Acto seguido, entré en un boliche por el café. A la hora de pagar surgió un contratiempo: como ya me había gastado el cambio en no se qué tonterías, estuve a punto de pagar con La Moneda sin darme cuenta. Afortunadamente descubrí mi falta y en el último instante, ante la mirada amenazante de la vendedora, cambié precipitadamente La Moneda por un billete de cinco mil pesos y se lo extendí encogiéndome de hombros. Al recibir el cambio, me advertí mi mismo de no guardarlo en el bolsillo trasero del pantalón, ya que tal lugar estaba reservado en forma exclusiva para La Moneda.


Mientras paseaba bebiendo mi café portátil, tarea que debía afrontar seriamente si no quería quemarme, resbalar en el pavimento congelado o ambas cosas, comencé a sentirme a disgusto en mi nuevo rol de guardián de La Moneda. No había previsto en absoluto que el golpe de fortuna que perseguí toda la vida supondría tamaños desvelos maniáticos dignos de Gollum. Así, tras largas cavilaciones que no pienso reproducir, tomé la resolución de, primeramente, hacer que un tren arrolle a la dichosa Moneda para que quede bien aplanada y, acto seguido, remitirla en sobre cerrado al Palacio de la Moneda, ya que como todos saben, ahí fabrican el metálico nacional. En la carta se explicaría que pese a sentirme tocado por la fortuna, no estaba dispuesto a quemarme las pestañas velando por ningún fetiche de la suerte, por lo que estimaba conveniente devolver La Moneda a su lugar de origen, etcétera. Solo me resta averiguar los horarios del Transpatagónico, del que tan raras historias refieren Raúl Ruiz y Benoit Peeters.

Tuesday

el carcaj de los caracoles



Ayer descubrí la bonita palabra "carcaj".

Sucedió por la noche mientras leía un deprimente relato de Raymond Carver que consistía sobre todo en el triste y fragmentario monólogo de una ex esposa dirigido a su ex marido que la visitaba de sorpresa después de muchos años. Decía en una parte:

"Deja a un lado el pasado por el amor de Dios. Todas esas viejas heridas. Seguro en tu carcaj han de quedarte otras flechas."

"¡Conque un carcaj es un porta flechas!", exclamé mentalmente perdiendo el hilo a la historia sin verdaderas ganas de volverlo a encontrar. Por la mañana confirmé mi sospecha con ayuda del Diccionario online de María Molinier.

He andado pensando todo el día en cosas por el estilo. Por ejemplo, que a los griegos se les ocurrieron aquellas insólitas ideas de que el amor tiene que ver con flechazos, carcajs, heridas, almas gemelas y otras zarandajas.

Pensé también en en el testarudo de Guillermo Tell, quien por no hacer una misera reverencia al gobernador, fue obligado a disparar a una manzana colocada en la cabeza de su hijito, y en que por suerte Tell era más diestro con la ballesta de lo que el maniático William Borroughs fuera con la escopeta cuando le voló la cabeza a su esposa Jane.

No puedo evitar suponer que si los padres de Borroughs le hubiesen llamado simplemente John en vez de ponerle el mismo nombre de pila del héroe helvético (Wilhelm Tell en alemán, William, también Tell, en inglés) podría quizás haberse evitado la sangrienta escena.





Final mente he recordado una conferencia del naturalista británico Gerard Durell leída pocos días atrás en la que se decía que "(...) si lo que se desea es un romance verdaderamente exótico, no hace falta ir a la selva tropical a buscarlo: basta con salir al jardín y buscar al caracol común. Éste presenta aspectos tan complejos como el argumento de cualquier novela moderna, porque los caracoles son hermafroditas, de modo que cada uno puede gozar del placer del galanteo y del apareamiento tanto desde el punto de vista masculino como desde el femenino.

Pero, aparte de este doble sexo, el caracol posee algo todavía más extraordinario: un recipiente en forma de saco en su propio cuerpo, dentro del cual se manufactura un diminuto fragmento de carbonato cálcico, llamado dardo del amor.

Así, cuando un caracol (...) se junta con otro caracol, ambos se dedican al galanteo más curioso del mundo. Se lanzan mutuamente sus dardos del amor, que penetran a gran profundidad y se disuelven rápidamente en el cuerpo."

Esos caracoles son como una navaja zuiza zoológica, tienen de todo: antenas retráctiles, casa rodante, carcaj, dos sexos y no me extrañaría para nada que el día de mañana descubran en Papua Nueva Guinea una especie de caracol capaz de correr a la velocidad de un caballo de carreras al son de la Overtura de Guilermo Tell de Rossini.







Thursday

besos


El asunto con los besos es que son algo muy raro, una mezcla bastante equilibrada de obscenidad y encanto, y como las cosas extrañas me causan tanta gracia, debo hacer grandes esfuerzos cuando me estoy besuqueando para no ceder a un inoportuno y poco caballeresco ataque de risa.

Además es muy extraño andar besando mejillas por mero protocolo, sobre todo cuando sus dueñas son poco atractivas como ocurre con alguna frecuencia. Afortunadamente se ha tomado conciencia de lo indecoroso de la costumbre, por lo que saludos y despedidas de este tipo generalmente no van mucho mas allá de un leve roce de caras... bueno, aveces también es una lástima.

Fuera de lo anterior, lo que más me llama la atención de los besos es que puedan ser escritos, plasmados en cartas y servilletas con ayuda del rouge, enviados verbalmente con un emisario y, por sobre todo, que puedan ser lanzados por los aires.

Como pasa con la gimnasia artística, el lanzamiento de besos es una disciplina practicada mayoritariamente por mujeres, cuya finalidad, a diferencia del lanzamiento de la bala o la jabalina, no estriba en alcanzar grandes velocidades ni distancias, si no en que el beso viaje por los aires debatiéndose caprichosamente como una mariposa antes de aterrizar en el rostro destinatario. Para ilustrar ésta curiosa especie de besos, nada mejor ver que la sanguinaria Sonya Blade en acción:





Por otra parte, la delirante costumbre de lanzar besos a objetos inanimados es principalmente cosa de hombres. Al igual que Pepe Le Puf, Voltaire sabía bastante de besos y dedica un erudito acápite de su Diccionario Filosófico al tema. En el recoge la antigua costumbre pagana (repudiada desde luego por el pueblo elegido) de lanzar besos a los astros. A su turno Roberto Bolaño en el conmovedor poema “Un resplandor inconcebible en la mejilla” menciona "ebrios tirándole besos a las nubes". Resulta entonces comprensible que Tom Waits, quien fuera un gran borracho y que sigue siendo bastante pagano, haya escrito una balada romántica que transpone imágenes de besos, balas, la luna y una novia cadáver:

I’ll shoot the moon
right out of the sky
for you baby...




Friday

inzoomnio



Pese a ser un mero aficionado en el ajetreado mundo del insomnio, no soy tan inexperto como para contar ovejas transparentes durante las ocasionales noches que me paso en vela. Prefiero mil veces trazar planes utópicos (que al despertar siguen no estando ahí), hacer listados de asociaciones e imaginaciones y tomar vasos de leche.


Hace unas noches por ejemplo fantaseaba con que mi ciudad era cede de la ceremonia de premiación de los Animal Spirit Awards, premio otorgado por la fundación francocanadiense por la liberación animal “Noha’s Spaceship” y que me tocaba entregar junto a Bianca Cassydy de Cocoroise el galardón a la banda con el mejor nombre animal en la historia de la música.


Quedaron fuera de los nominados -muy a mi pesar- bandas con nombres tan-tan buenos como Crazy Horse, The Wombats, Panda Bear, Grizzly Bear, The Detroit Cobras, Steppenwolf, Cat Power, Jirafa Ardiendo, Iron Butterfly, Snoop Dog, Bee Gees, The Byrds, Grant Lee Buffalo, The Lounge Lizads, Modest Mouse, Fleet Foxes, Swans, The Cat´s Miow, Le Tigre, Caribou, Gorilaz, The Black Crowes y The Bottom Rats, quienes sin embargo se encontraban presentes en mi anfiteatro imaginario al igual que personalidades de la talla de Jack Costeau, Kate Moss, Claudio Eliano, Werner Herzog, Iggy Pop, la bisnieta de Laika, Evo Morales, Colin Farrell, Nicanor Parra, Paul Maccatney y Lazzie entre otros notables que concurrieron personalmente o representados por réplicas de cartón piedra en tamaño real.


Los Tortoise enviaron una misiva en la que lamentaban la imposibilidad de asistir al evento por haber caído una vez más en la paradoja de Zenón de Elea quedando atrapados infinitamente un paso delante de Aquiles a la salida de un club de jazz en su Chicago natal.


Llegado el momento de la premiación, luego de intercambiar unos absurdos chistes sobre pájaros dodos y de que Bianca emplazara al gobierno japonés a firmar de una buena vez la convención internacional sobre mar y gritar con su vocecilla ¡Stop killing dolphins! y mientras sonaba de fondo -muy predeciblemente- Who could win a rabbit de los Animal Collective me tocó decir a mi: “And the nominees are” y a la lúdica Bianca:


-The Stone Poneys- aplausos galopantes.


-Moon Dog- aplausos como una gran, una gran, una gran lluvia que cae.


-The Beatles- solitario y elegante aplauso repetido lentamente siete veces desde la entrada del recinto. Los presentes se voltearon hacia la penumbra, también Paul Maccatney quien con una mueca de horror vio emerger desde las sombras al fantasma del verdadero Paul Maccatney sosteniendo un pastel en llamas, y es que a veces lo que comienza como un inocente pasatiempos del insomnio puede terminar en pesadilla.

Nuevas aventuras en el supermercado


La crítica escasez de vituallas y enseres de primera necesidad en mi despensa, como galletas con chips de chocolate, licor, jabón Popeye e incluso nescafé -cuya existencia, según Julio Cortázar separa la "última miseria" de cuando todavía se puede "resistir un poco más" - determinó que la tarde de ayer me hiciera el ánimo de ir al supermercado.

La visita transcurrió con mas o menos los mismos disgustos acostumabrados: atropellos y congestiones de carros, derrumbes de naranjas, extravíos en los laberínticos pasillos y para finalizar por supuesto, colas larguísimas en todas las cajas.


Como decía, las filas para pagar eran invariablemente largas y como no me seducen mucho las paradojas, elegí la que se veía relativamente mas despoblada, sin sospechar que ésta característica sería inversamente proporcional a su rapidez.


La culpable de la lentitud era, sin lugar a paradoja alguna, una decrépita viejecilla sorda como tapia, que se sentía burlada en sus derechos del consumidor y exigía con su arrugada y chillona voz hablar inmediatamente con la máxima autoridad del supermercado. Mis compañeros de fila daban impacientes y espasmódicos golpes con la punta del pie y lanzaban exclamaciones a media voz. Algunos más decididos abandonaron la fila y se fueron rabiando a otra o simplemente abortaron su misión de compras. Entretanto la cajera la miraba con ojos no sabría decir si desesperados u homicidas.

Entretenido en éstas observaciones me dio por pensar en que a la odiosa ancianita deberían darle a leer Crimen y Castigo para que se ande con más cuidado, por que nunca se sabe si entre los presentes puede andar suelto algún Raskolnikov menos paciente y más afiebrado que uno. De cualquier forma, y sin saber muy bien porqué, siento algo simpatía por las viejecillas malvadas que torturan los nervios de la población.